El Anónimo

agosto 27, 2012

Era primavera y yo estaba en sexto de primaria en el Instituto. Las primaveras en mi pueblo natal son calurosas, o al menos así lo eran hace unos años, así que las chicas cambiaban el uniforme de invierno por las faldas cortas convirtiendo a nosotros, los chicos, en un manojo de hormonas sin control.

Por ese entonces me juntaba mucho con un par de bribones puñeteros: Un pobre diablo feo al que su madre tuvo el mal tino de llamarle Nicéforo y otro flaco al que apodamos el «Ña» debido al grito que dejó escapar al ser atropellado por una bicicleta en una ocasión. Juntos éramos el gordo, el flaco y el feo.

No recuerdo por qué pero estábamos desarmando un cubo de Rubik en la azotea de la casa de Nicéforo cuando de pronto dejamos las pláticas de mocos y comenzamos a hablar de las niñas: Que cuáles se empezaban a desarrollar y ya saben, cosas de niños que recientemente acababan de descubrir la puñeta.

Para no entrar en detalles muy elaborados, dijimos cada uno cuál era la chica que nos gustaba. Resulta que por ese entonces había una niña de ojos muy lindos y muy inteligente que si bien no era la más bonita del salón o la que ya estaba empezando a desarrollarse (if you know what I mean) se notaba que tenía los pies bien puestos sobre la tierra y, a diferencia de las otras chicas bonitas, no era nada superficial. Es triste pero cada vez ese tipo de chicas superficiales prolifera cada vez más y más.

Nicéforo, el Ña y yo nos decidimos demostrarles a las susodichas nuestro amor sincero(?) de la única manera en la que la televisión nos lo había enseñado: Nos propusimos dejarles tarjetitas con un mensaje anónimo.

Me gusta pensar que soy una persona cuidadosa y lo que menos esperaba era ser atrapado por mi horrible tipo de letra. Así que me humillé frente a un familiar para que le escribiera a esta chica todo lo que me gustaba enfrentando preguntas incómodas. A los otros dos pelafustantes les valió madre y fingieron el tipo de letra.

La hora fatídica llegó: El receso. Nos metimos al salón cuando no había nadie, abrimos los mesa-bancos (?) y depositamos las tarjetas. Recuerdo como estuve a punto de arrepentirme, de no hacerlo no por el temor a ser descubierto sino porque pensé que la tarjeta con el conejo de caricatura no sería lo suficiente para demostrarle que un tipo sin pantalones creía que ella era la más bonita o qué se yo. Al final dejé la tarjeta haciendo a un lado los malos pensamientos.

Yo pensaba que al regreso ella iba a ver la tarjeta, iba a sonreír y la iba a atesorar sabiendo que había alguien que la admiraba y con eso le iba a alegrar el día. Gran error.

Desconociendo o, mejor dicho, malinterpretando las reacciones de las señoritas, todo resulto en un caos. Las tres chicas con las tres tarjetas se reunieron y las compararon. Primero, supongo, para descartar que fue acto de una sola persona y una broma hacia ellas y en segundo, supongo de nuevo, para descubrir a quiénes lo habían mandado.

Ya es costumbre mía dibujar cuando estoy aburrido, nervioso o estresado y eso hice: Dibujé. A mi alrededor veia nada más como las tres iban de un lado a otro preguntando y a mí siempre me pasaban de largo. Nunca le pregunté a los otros dos pendejos pero su experiencia debió ser muy similar. No aguanté más los nervios por la cacería de brujas y fui a tirar el miedo al baño. Al regresar se me heló la sangre al ver que las tres estaban en mi lugar comparando la letra de la tarjeta con la de una libreta y sí, recordaba perfectamente que yo no la había escrito, pero eso nunca te quita el temor de que tal vez sospechen de ti.

Para mi desagradable sorpresa tenían la libreta de alguien más y estaban en mi lugar nada más porque estaba desocupado. Se disculparon y se quitaron. La libreta era de un tipo nefasto, de esos niños que son caritas y se les abren la puertas puertas del mundo. Fue en ese instante que comprendí dos cosas. La primera era que no eran expertas criminólogas y la segunda era que iban a estar buscando a las personas que ELLAS querían que fuera el anónimo y no a los verdaderos culpables. Así que la morrita que me gustaba mostró una cara que desconocía. Un poco desalentador, pero así es la vida. Nadie es perfecto y en definitiva no te debes enamorar de alguien a quien crees perfecto o te vas a decepcionar un chingo.

Hasta la fecha dudo mucho que supieran quiénes fueron los culpables. Nunca se los dijimos y, apostando  fuertemente a que nunca se toparán con este post, nunca lo sabrán.